Costa reparte oro y carbón
El delantero hizo su primer gol en el Wanda, pero fue expulsado por ir a celebrarlo con la grada cuando ya tenía amarilla. Antes marcó Correa.
El rey Costa fue de los primeros en llegar. Dos horas antes de que Munuera Montero anunciara con su silbato que en el Wanda Metropolitano ya podían empezar a depositarse regalos, allí estaba, con prisa por empezar. Se miraba las piernas, expectante, con ese mordisco que Lleida le había dejado, en su tercer debut con esa camiseta, la rojiblanca de su vida, olvidado. Las botas son su cofre. Y lleva seis meses guardando goles en ellas. Afuera llueve, cielo gris henchido de lluvia que no moja. Tampoco la hora, más de abrir regalos en Día de Reyes que de fútbol. La grada se va poblando. El Atleti es Melchor, el Wanda Metropolitano, Gaspar, y este rey con el 18 a la espalda, Baltasar. Llevan tres Navidades esperándolo. Ayer se estrenaba en casa y estrenada estadio. Imposible que decepcionara. Si hace tres días en Lleida había sido gol, susto y gresca, ayer pasó del gol a la expulsión. De nuevo Costa en esencia y rock and roll. Desde el principio jugó como si nunca se hubiese ido.
El Getafe de Bordalás es equipo rocoso, de los que, para abrirlos, se necesita pico-pala. O una bota ganzúa, esa que este enero le trajo a Simeone, la de Costa. ¿Que el Getafe es una montonera de piernas en su área? Disparo desde fuera del área que se va besando el palo. Un minuto antes, Ángel había intentando sorprender a un Oblak levemente adelantado con un disparo a las manos que hubiese firmado su abuela, de blando. El de Costa iba con pólvora. Porque con Costa el Atleti es una bomba de relojería con el temporizador en marcha. En cualquier momento, boom, estalla una defensa. Dieciocho minutos resistió la del Getafe.
Dieciocho minutos en los que este Atleti ya era otro, lo cambia Costa. No sólo es hambre y coraje, también libera a Griezmann. El brasileño fija a los centrales, y el francés, sin grilletes, en la mediapunta, aceche y se mueva entre líneas, buscándole las vueltas y los espacios a las defensas. Con Koke moviendo al equipo a su antojo, Correa y Carrasco eran como avispas en cada carrera.
Si en una Griezmann envió fuera un pase de Costa, en la siguiente vino el gol. Y puede ser un retrato del Atlético que viene: Griezmann, línea de tres cuartos, corre con el balón. Todos los defensas a Costa y el balón a Correa. Toque de primeras con el exterior y balón a la red. Lo escrito, minuto 18. No desmontó al Getafe, tan serio atrás como intenso arriba. Pero sus delanteros, ya Amath, ya Ángel, seguían mirando a Oblak con ojos de abuela. Maldad ninguna. Todo balón, manso a las manos.
Estaba el partido tranquilo, cuando a Munuera Montero se le calentó la mano y cada roce, o palabra, era una amarilla. Cada balón se convirtió en una batalla. Y las tarjetas, seis en veinte minutos, no apaciguaban, eran gasolina, como si todos los futbolistas tuviesen la piel de fósforo. El descanso llegó en medio del caos tan necesario como una tila.
Costa vio la amarilla nada más regresar del descanso. Seguía buscando su gol. Ese regalo de reyes que lleva seis meses alimentando. Siete minutos después, se lo sirvió Vrsaljko, después de otro de sus centros de gol desde la derecha. Costa remató y, sin pensar, corrió a hacer eso que quería, que llevaba tantos meses esperando. Celebrar con la grada. Se abrazó a ellos, lo gritó, cinco segundos de euforia y un partido de condena. Porque cuando volvió al césped lo primero que vio fue un tarjetón amarillo ante sus ojos. Para nada ablandó al árbitro su cara de sorpresa, como si esa tarjeta no fuera con él, ¿por qué? La segunda. La roja.
El Atleti, con diez, dio un paso atrás y el Getafe apretó, encerró, sin apretar nunca de verdad. Cuando el himno sonó, sin embargo, hacía veinte minutos que el partido había terminado. Se había ido con Costa, a la profundidad del vestuario, ese futbolista por el que merece madrugar el día de Reyes, que vale una entrada, rey capaz de darte en la misma jugada oro y carbón. Es imposible no amarle. Porque, Diego Costa, eres la vida. Y siempre esa fiesta a la que uno quiere ser invitado.