Antes del episodio Rapinoe-Trump, dos deportistas enfrentaron abiertamente a las altas esferas del deporte y de la política en pos de la igualdad y de sus objetivos personales.
“No voy a ir a la jod… Casa Blanca”. Así fue como Megan Rapinoe rechazó, de tajo, una invitación que ni siquiera había ocurrido y que aún tenía que cumplir con muchas condiciones. La confianza en su potencial era tal que el escenario era perfectamente factible: que la Selección Femenina de Estados Unidos asistiera como invitada distinguida a la Casa Blanca, en reconocimiento al campeonato mundial conseguido en Francia. Por ello, el repudio de Rapinoe adquirió una resonancia multiplicada a cada segundo: más que una risotada, un chascarrillo, era un abierto desafío al presidente Donald Trump, a su administración, a su ideología, sus políticas, su visión de país y de vida. La beligerante respuesta del mandatario agitó aún más las aguas y convirtió al Mundial Femenino en una arena política en la que coincidieron por igual recalcitrantes aficionados al balompié, colectivos antifascistas y libertarios, troles de ultra-derecha y simpatizantes de las causas conservadoras.
Rapinoe rebajó la marea al esquivar, como lo hace con las defensas que enfrenta, las puntillosas preguntas de los periodistas que deseaban estirar el enfrentamiento con el presidente. Pero la semilla ya había florecido. ‘Pinoe’ se convirtió no solo en un símbolo de la oposición anti-Trump, sino, también, en la portavoz de las numerosas causas que USWNT abraza: inclusión, derechos humanos, tolerancia, igualdad. Al levantar el trofeo que las certificó como campeonas del mundo por cuarta vez de su historia, la Selección Femenina de Estados Unidos validó su discurso y sus posturas; no son mera verborrea, cada jugadora sabe que su rol como constructora de sociedad trasciende más allá de los campos de juego, el poder de la exposición y la inspiración les confiere un sentido de responsabilidad social que acatan sin desidia. “Tu mensaje está excluyendo a las personas”, recriminó Rapinoe a Trump, por primera vez en tres semanas, en entrevista televisada por CNN la noche previa al multitudinario y triunfal desfile de victoria por las calles de Nueva York. El órdago de Rapinoe no es una posición netamente política, o en pos del poder; el inicio de su discurso en la City Hall neoyorkina elimina a Trump de la ecuación: “Tenemos que amar más y odiar menos”.
Rapinoe no es la primera atleta que ha alzado la voz para encarar lo que cree (y es) justo. Sin importar las tormentas que desate y la intranquilidad que le lleve a sus vidas, estas deportistas han desafiado al poder y, con ello, puesto en entredicho sus carreras frente a la intolerancia, la inmovilidad, la violencia y el prejuicio. Y lo mejor de todo: ganaron.
Billie Jean King
En 1967, antes del inicio de la ‘era abierta’ del tenis, la tenista ganaba $100 dólares a la semana como instructora en Los Ángeles State College. Para entonces, Billie Jean King ya había ganado dos Wimbledon, un US Open y lideraba el ranking (la WTA aún no existía). La tenista criticó fuertemente a la entonces United States Lawn Tennis Association (hoy United States Tennis Association) por la práctica conocida como “shamateurismo”, que obligaba a los jugadores top a recibir pagos sin tributar para asegurar su inclusión en los torneos más importantes. Para King, el sistema era “corrupto” y “elitista”, y no trataba a los tenistas como personas: “No eres respetado, eres tolerado. En Europa, eres alguien importante. ¿Saben cuántas veces me han presentado en la Casa Blanca? Trabajas toda tu vida para ganar Wimbledon y lo único que la gente dice es: ‘Está bien. Ahora, ¿qué vas a hacer con tu vida?”, zanjó el 26 de septiembre de 1967, citada por el Oakland Tribune. Cuando la era abierta del tenis demolió las fronteras entre amateurismo y profesionalismo, King hizo de la equidad salarial su principal causa. Después de su victoria en el US Open de 1972, Billie Jean amenazó con boicotear el torneo del año entrante si el premio por lograr el campeonato femenil no se equiparaba con el del varonil. De hecho, King recibió $15,000 dólares menos que el rumano Ilie Nastase, ganador del mismo torneo el mismo año. La advertencia rindió frutos: en 1973, el US Open se convirtió en el primer ‘Grand Slam’ en ofrecer la misma recompensa tanto a hombres como a mujeres. Poco antes, Billie Jean fundó la WTA en un hotel de Londres, una semana antes del inicio de Wimbledon.
La pugna fue a más. Billie Jean King se rebeló contra la USLTA y creó un grupo al que llamó ‘Virginia Slims Circuit’, integrado por nueve de las mejores tenistas del mundo en aquel entonces, incluida a la misma King: Rosemary Casals, Nancy Richey, Peaches Bartkowicz, Kristy Pigeon, Valerie Ziegenfuss, Julie Heldman, Kerry Melville Reid y Judy Tegart Dalton. Las ‘Original 9’ se escindieron de la USLTA y organizaron giras de exhibición con recursos de su propio bolsillo. El primer evento Virginia Slims Circuit se realizó en Houston en septiembre de 1970, alternativo al Pacific Southwest Championship cuyo presidente, Jack Kramer, se negó a reducir la brecha monetaria en los premios. La USLTA, evidentemente, no consideró al evento como un torneo oficial, pese a que entregó $7,500 dólares a su ganadora: Casals. Las nueve tenistas firmaron un contrato simbólico por un dólar con la editora de la revista World Tennis, Gladys Heldman, quien se convirtió en la principal benefactora del grupo. En 1971, el Circuit organizó 19 torneos que sumaron premios por $309,100 dólares.
Muy publicitada fue la charla telefónica que King sostuvo en 1971 con el entonces presidente Richard Nixon, quien la felicitó por convertirse en la primera mujer en ganar $100,000 dólares por un torneo tenístico (el Thunderbird de Phoenix). Una esquiva Billie Jean contestó a boleas rápidas las preguntas del mandatario pero logró sintetizar su proyecto con una frase lapidaria, material para titulares y cables de agencia: “Ahora lo que cuenta es quién gana más dinero y quién gana más torneos”, una obviedad en presente que entonces era revolucionaria. Pese a la poca química que Nixon y King demostraron, el presidente firmó en 1972 el ‘Título IX’, una ley que garantiza que ninguna persona que radique en Estados Unidos sea excluida de ningún beneficio económico o social a causa de su género.
Hassiba Boulmerka
Nacida en Constantina, Argelia, comenzó a correr a los 10 años. Desde entonces, se especializó en los 800 y 1,500 metros planos. Logró clasificar a los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988, pero no superó el heat preliminar en ambas pruebas. No obstante, irrumpió con fuerza en 1991, un año antes de los Juegos de Barcelona, cuando ganó los 1,500 en los campeonatos mundiales de la IAAF en Tokio, hazaña con la que se convirtió en la primera mujer africana en consagrarse como monarca. Sin embargo, la proeza la convirtió en una especie de ‘paria’ en su natal Argelia. Con el país sumido en una cruenta guerra civil entre gobierno y guerrillas islámicas, Boulmerka se volvió uno de los objetivos predilectos de los radicales. El Ejército Islámico de Salvación y el Grupo Islámico Armado, que pujaban por tomar el control del país después de la cancelación arbitraria de las elecciones presidenciales de 1991, amenazaron de muerte de Boulmerka; no soportaban que corriera con los brazos y las piernas descubiertas mientras mostraba el nombre y la bandera del país en el pecho. El imán de Constantina, su pueblo natal, también tiró contra ella: no era una “buena musulmana”, por correr con pantalones cortos. “Tanto mi familia como yo lo pasamos mal. Hubo mucho sufrimiento (...) Soy musulmana y por hacer deporte no significa que no respete la religión”, compartió en entrevista con AS en junio de 2018.
El islamismo radical la consideró como la principal enemiga de Argelia. Pese a ello, el entonces presidente Chadli Bendjedid le concedió la Orden Nacional del Mérito en una ceremonia pública en la que, incluso, le besó la frente. Boulmerka no reculó y lanzó un órdago a la clase política argelina: “Represento un símbolo que asusta a los políticos y, tal vez, por eso me dejaron fuera de la televisión argelina y las conmemoraciones simbólicas”, recordó en una entrevista con el portal francés Marathons. Boulmerka continuó negándose a utilizar el velo en actos públicos, debió prepararse en Berlín para los Juegos acompañada de una escolta personal y se presentó en Barcelona como máxima favorita y con Argelia dividida: “A veces no sé si soy un ángel o soy el diablo, por todo lo que represento en mi país”, dijo. Con marca de 3 minutos, 55 segundos y 30 segundos, el cuarto registro más rápido de la historia entonces, dejó atrás a la rusa Lyudmila Rogachova en la recta final. Cuando superó la meta, el furioso festejo fue una descarga del horror que había vivido en los meses anteriores. No había miedo ya, sino la sonrisa más auténtica, y el nombre de Argelia impreso en su uniforme, que no cesaba de señalar orgullosa mientras cerraba los puños ante el delirio de Montjuic.
Después de la medalla de oro, Boulmerka se exilió en España, donde instaló su campamento de entrenamiento, lejos de las guerrillas y de la utilización política de su victoria. En 1995, cuando recuperó el título mundial en Gotemburgo y recibió el Premio Príncipe de Asturias: “Mi medalla fue un soplo de aire fresco a todas las mujeres argelinas. No es política”, refrendó en entrevista para Le Monde, en la que también hizo patente su admiración al malogrado presidente Mohammed Boudiaf, asesinado un mes antes de los Juegos de Barcelona: “Era un hermano, un padre. Si lo quería, no significaba que me gustara la política”. Actualmente trabaja como directora de la delegación de Argelia en Tarragona, España, y como presidenta de la Oficina para Mujer y Deporte del Comité Olímpico Internacional.