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El mejor momento en la historia del deporte cumple 30 años

Han pasado tres décadas desde que Kirk Gibson entró a batear como emergente en la novena entrada de la Serie Mundial.

Han pasado tres décadas desde que Kirk Gibson entró a batear como emergente en la novena entrada de la Serie Mundial.
Rusty KennedyAP

“Gibby dice que puede batear”.

Esas cinco palabras fueron el inicio del mejor momento en la historia del deporte profesional. Un guion de Hollywood escrito durante un agonizante turno al bate que definió la Serie Mundial de 1988 y se convirtió en el parámetro para medir una verdadera hazaña deportiva.

Hace exactamente 30 años atrás ─parece que fue ayer─ Kirk Gibson emergió del dugout de los Dodgers de Los Ángeles, apenas siendo capaz de caminar. Ocho pitcheos, una interminable batalla interna, las resonantes palabras de un reporte de scout y un imborrable cuadrangular después, transformaron al pelotero de los Dodgers en un ícono del deporte estadounidense.

Hollywood lo había hecho cuatro años atrás, cuando Robert Redford –o mejor dicho Roy Hobbs– entró a batear, herido de bala para conectar un home run ante los Pirates y darle el triunfo a los Knights.

Pero esta cálida noche angelina era diferente. Nadie esperaba que eso sucediera. Imaginar un final así hubiera sido tan ingenuo, o inocente, como esperar que Gibson destruyera la Estrella de la Muerte. Era imposible.

Menos con una pierna.

Pero es cuando todas las circunstancias son adversas que los sueños se impregnan de magia y se vuelven realidad. Gibson venía de sufrir una lesión en la corva en la Serie de Campeonato ante los Mets, uniéndose a las molestias ya prácticamente crónicas en sus rodillas. No se supone que jugara, mucho menos que fuera el héroe.

Pero cuando llegó la novena entrada del primer juego de la Serie Mundial y los Dodgers bateaban abajo 4-3 en la pizarra. Gibson encontró la fuerza suficiente para uniformarse, tomar unos cuantos swings de calentamiento y ponerse a disposición del manager Tom Lasorda a través del ahora anecdótico mensaje que le envió Mitch Poole, el bat boy de los Dodgers: “Gibby dice que puede batear”.

Decir que podía batear era una exageración. Apenas podía mantenerse en pie y agitar un bate. Esa noche de octubre, ante uno de los mejores relevistas de la historia como lo fue Dennis Eckersly, resultó ser suficiente.

Con Mike Davis en los senderos, dos outs en la pizarra y abajo por una carrera, Gibson inició el más lento de los trayectos hacia el plato para su cita con el destino. Federer contra Nadal en Wimbledon de 2008, resumida en seis minutos.

Cuatro swings, cada uno más agónico que el anterior, tres bolas malas. Y en medio de toda tempestad, una sonrisa iluminó el rostro del estoico Gibson. Había recordado las palabras que el scout Mel Didier les dio un día antes a todos los bateadores zurdos:

“Recuerden, y que nunca se les olvide esto. Si vienen a batear en el noveno inning y estamos abajo o empatados y se ponen en cuenta de 3-2 ante Eckersley… Amigos, con la certeza de que estoy aquí respirando les digo, van a ver un slider de puerta trasera”.

¡Qué razón tenía Didier! Slider a la esquina de afuera. Un swing en cámara lenta y una pelota que se pierde en la oscuridad del cielo californiano. Canseco caminando en resignación hacia la barda y Gibson, puño en alto, rodeando las almohadillas.

Magia pura.

Para todos los testigos, el béisbol ─y el deporte en general─ jamás volvería a ser el mismo.