Monterrey, un cuento de dos aficiones
En la ciudad conviven los seguidores de dos equipos, que reivindican los mismos espacios públicos como propios. Feroces rivales, uno niega al otro.
Mediodía
El cielo se abrió. Las nubes de nieve se disiparon. Brilla el firmamento, brilla azul celeste, refulgente. El sol abraza y la ventisca, gélida, aún recorre el cuerpo como calofrío. Si los nubarrones no se derraman sobre los cerros aledaños, sus vestigios aún electrifican la piel de los transeúntes. La ventisca llega al Estadio Universitario, donde el jueves el hielo cayó a trozos sobre un césped copado de futbolistas cuyos músculos están valuados en millones de dólares. Pero el soplido es ahora dulce, hasta melodioso. Las bufandas azul y naranja, como pasamontañas. Los Tigres de botarga que saludan a cada uno de los feligreses. Las gradas del Volcán que, en menos de una hora, se ocultaron bajo una corteza de banderas, franjas, globos, vítores, brazos en vaivén; esperanza.
No es un partido, pero parece uno. “Son 15,000”, clama una mujer que porta un sombrero largo con la silueta de un tigre dibujada sobre el frente. 20,000. 25,000. 30,000. En principio, el estadio solo ha habilitado las tribunas laterales para la asistencia de la afición, pero han optado por abrir el resto de zonas; la gente seguía entrando. Pero el equipo aún no salía. Un chico, suéter gris y ojos bien abiertos, proclama su arribo con el encargo más valioso de la mañana: banderas. Muchas banderas. Cuando extiende sus brazos, como ave antes de emprender el vuelo, para descargar la encomienda, las banderas no paran de emanar de sí; parecen salir mágicamente de sus extremidades, una tras otra, como si bajo sus sobacos existiera una dimensión que conserve toda parafernalia ‘tigre.
Las banderas ya están repartidas y ondean. El viento las sostiene por sí mismo. Un joven intenta explicar a su acompañante el fino arte del sostener el estandarte, pero sus alocuciones terminan cuando cae en cuenta de que son inútiles. “Así, deja que el viento haga su trabajo”. La bandera ondea firme, extendida con tanta fuerza sobre el mártil que parece que romperá. Otro joven, cuatro escalones abajo, abronca a un niño que ha desistido. “¡Súbela!”. No hay respuesta. “Eh, ¡súbela!, revira más indignado. El chico ha caso, resignado. Hay cien, ¿y en realidad hace falta una más? “Todo suma para que el equipo vea cómo lo apoyamos”.
10:40. Hace 40 minutos, los Tigres deberían haber saltado al campo para comenzar el entrenamiento. Recién aparecen. El ondear de las banderas aleja la ventisca. La afición, enamorada, se entrega, de nueva cuenta. En cuerpo y alma. Entonan el repertorio completo, el que versa sobre el descenso, la adquirida costumbre del campeonato, las mofas a los “pingüinos”, que son “incomparables”. Sueños de campeonato con melodía ‘Seasons of the sun”, de Terry Jacks. “¡Vamos, vamos Ti-gue-res / hoy te he venido a alentar / para ser campeón!”. Y las lágrimas de Damián Álvarez. Los vítores de Nahuel Guzmán. Sobre las cabezas, desciende una franja de tela azul y amarilla que cuelga desde algún punto del infinito. Dos “incomparables” se paran sobre los tubos de sostén y, desde ahí, brincan mientras detienen la caída con la fuerza que imprime la franja a su amarre en un claro desafío a las leyes de la gravedad y la cordura.
Gignac es el Jude de Los Beatles (“Na, na, na, na, na, na, na, GI-GNAC) y Nahuel, un John de facto. Cada jugador pasa revista, desde los integrantes de la vieja guardia (Hugo Ayala, Damián Álvarez) hasta los iniciados (Carioca, Vargas). Por orden, como si la afición informara, a cantos, la alineación del día. “Es el equipo de ‘Bigotón”, cierran el dictado. Y mientras las banderas no cesan de bambolear, de acariciar los rostros de las personas que saltan frente a ella, de peinarlas y despeinarlas a placer, caprichosa, al ‘Volcán’ la nieve ya se le ha secado. Leo Martínez, saco amarillo adornado de flequillos brillantes, como una armadura de algún caballero mitológico, explica: “Es una pasión increíble. Las derrotas que hemos tenido, lo que hemos sufrido… Mucha gente se identifica con eso. Hemos sufrido demasiado en la vida, tanto dentro como fuera del futbol. Por eso, cuando vienes al estadio por primera vez, aunque pierdas sigue la emoción. La comunión con el equipo nos hace mejores, como personas y como aficionados ante la vida”.
Tarde
40 aficionados del Monterrey aguardan en la esquina entre las calles Mariano Matamoros y Juan Zuazua, en los laterales de la Macroplaza, para tomar un medio de transporte, el que sea, que les lleva al Barrial, la concentración de Rayados. El miércoles dedicaron la noche a alentar a los jugadores quienes, jubilosos, se unieron al festín de cánticos. Ahora, quieren repetir la liturgia. Están a las puertas de su quinto campeonato de liga. Ninguna palabra, ningún esfuerzo está de más.
Sobre la banqueta se acerca un camioneta pick-up que ya carga con cinco personas. Apenas se detiene y comienza el abordaje con desespero. Como si fueran soldados escapando de la zona de guerra en el último transporte disponible. El pie de un joven quedó prensado entre la rueda y el cuerpo del automóvil. Segundos después, fue un alivio ver que el zapato ni siquiera fue partido; sus dedos también se conservaron completos. Volvió a subir, ahora sin ‘escalón’ de por medio y se embarcó hacia el elíseo. Ignoro si los habrán alcanzado los aficionados que se quedaron varados en las inmediaciones del Parque Fundidora. Los imprevistos de las peregrinaciones.
En la Macroplaza conviven ‘rayados’ y ‘tigres’, casi uno a espaldas del otro. Como dos Estados sobre un mismo territorio, uno desplazando al otro cuando adquiere mayor fuerza, producto de sus conquistas. Miguel lo tiene claro y proclama, no victoria, sino unicidad: “Es el mejor de la ciudad. No existe otro equipo en Monterrey que Rayados (…) Ser ‘rayado’ es lo mejor de mi vida. Desde chiqutín he sido ‘rayados’ y así voy a morir”.
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