Gris celebración del Toluca con empate a cero ante el Atleti
Los escarlatas celebraron sus 100 años con emotivos detalles. La despedida de Sinha y la afición entregada. Aunque el resultado no fue atractivo.
La lluvia caía como velo de seda sobre el Nemesio Diez cuando el Diablo descorchó la botella de tinto. Ante el Atleti, que reposaba sobre un colchón con una lata de cerveza de una mano y una bolsa de frituras en otra, sin mayor interés en mediar interacción con sus anfitriones, Hauche prendió las velas con un tiro a la derecha Oblak. Tras minutos de cavilación, Luis Filipe apuró el último trago y Griezmann encendió las bocinas aunque la música no fue del agrado unánime: golpeó el balón al suelo.
Seguía templando la lluvia, fina y pertinaz, mientras Torres y Griezmann bailaban consigo mismos y Koke y Gabi partían el hielo de las bebidas. El Toluca, siempre con voz más fuerte, siempre más osado, magreó a su invitado; Cristante ordenó que Velarde y Salinas fueran los encargados de la animación. De Velarde fue un punterazo de derecha, planeado con trigonometría, que no perturbó en demasía a Oblak, ya muy tranquilo a sabiendas de que el Nemesio Diez no iba a cuestionar su preferencia sexual con el grito non-grato. El Toluca se acercó a las bocinas y sonó una power ballad; al Atleti le pareció demasiado enérgica y por sí mismo, activó una pista de música ambiental. Para acompañar la velada. ¿Quieres algo más? ¿Otra cerveza? No, así estoy bien, gracias, clamó Simeone. La pared de sonido se escuchaba menos que los hielos que chocaban dentro de los vasos.
¿Un partido con Ufarte, Gárate, Resino, Aragonés enfrentando Cardozo, Sinha, Pereda, Estupiñán? Una ilusión tras la sexta ronda de cerveza. Cristante quiso dar verosimilitud al delirio y homenaje a la leyenda. Quien sí apareció sobre el césped, casi como espejismo, como aparición mariana, fue Antonio Naelson. 65 días después de su réquiem, volvió solo para decir adiós. Siempre es mejor decir adiós en casa, mirando a los ojos al ser amado, el estrechón perpetuo, eléctrico, las lágrimas dulces, el abrazador calor del hogar.
Simeone, cansado de acordes de cuerdas y música de fondo, discó en su grabadora y reprodujo un CD de heavy metal; petición, seguro, del ‘Mono Burgos’. Cabelleras y cuellos en vaivén, bailes fulgurantes sobre la alfombra, un pequeño ‘slam’ mientras Thomas, Vietto, Correa, Godín, Santos y Gaitán irrumpían en el festejo. Ahora sí era una fiesta. Talavera, con las piernas, negó a Thomas el acceso a la cocina; le vio muy hiperactivo. Sambueza, el asiduo ‘mala copa’, sirvió el mejor trago de la noche: bombazo que retrató a Oblak pero que cayó en blando sobre los esófagos. Uribe ensayó una tijera en el sofá pero Godín, un padre protector, le reprendió. “No lo hagas, estamos tranquilos”. Cuando Sinha caminó hacia la puerta y despidió de beso a los invitados, uno por uno, antes de emprender un viaje hacia algún lugar, la fiesta se apagó.
Quedó el ambient, los vasos de unicel a medio llenar, las botellas a medio vaciar, los hielos desperdigados, las bolsas de frituras sin abrir; ni siquiera quedaron las manchas de los vasos en las mesas. Solo las luces rojas sobre las mallas de la tribuna preferente, el humo del averno, los demenciales fogonazos al firmamento toluqueño, escarlatas y verdes, pum, pum, pum. Y el recuerdo de 100 años. 100 años infernales.